El número VIIII se distingue en la primera serie de los números impares en que es el primero divisible por otro. El nueve, tres veces tres, es, pues, ambivalente, a la vez activo (impar) y receptivo (divisible). Para entenderlo mejor, sólo hay que visualizar su movimiento entre la carta de La Justicia, el VIII, y el Arcano X. Vemos entonces El Ermitaño abandonar el Arcano VIII retrocediendo para avanzar de espaldas hacia el final del primer ciclo decimal y el principio de un nuevo ciclo. Al alejarse del VIII, sale de un estado de perfección insuperable que, en caso de demorarse en él, podría conducirlo hasta la muerte. No lo supera, lo abandona y entra en crisis. Se puede comparar con el feto que, al octavo mes, alcanza su pleno desarrollo en el útero: todos sus órganos están formados, ya no le falta nada. Durante el noveno mes, se prepara para abandonar la matriz, el único ámbito que conoce, para entrar en un mundo nuevo.
En un orden de ideas similar, los Evangelios nos enseñan que Jesús fue crucificado a la tercera hora, empezó su agonía a la sexta hora y expiró a la novena hora. El número 9 anuncia a la vez un final y un comienzo. El Ermitaño termina activamente su relación con el antiguo mundo y se vuelve receptivo a un futuro que ni domina ni conoce a diferencia de El Papa, que tendía un puente hacia un ideal sabiendo adónde iba, El Ermitaño representa un paso hacia lo desconocido. En este sentido, representa tanto la máxima sabiduría como un estado de crisis profunda. La linterna que lleva puede ser considerada como un símbolo de Conocimiento. La alza, iluminando el pasado como un hombre de experiencia, un sabio o un terapeuta. Esta luz podría ser un conocimiento secreto, reservado a los iniciados, o por el contrario una fuente de sabiduría ofrecida a los discípulos que la buscan. El Ermitato alumbra el camino o, quizá, se señala con esta linterna a la divinidad como diciendo: «Ya he llevado a cabo mi labor, aquí estoy, vedme». Del mismo modo que la carta contiene una ambivalencia entre acción y recepción, esta luz puede ser activa, como un llamamiento a despertar la consciencia del otro, o receptiva, como un semáforo.
Al igual que La Papisa, El Ermitaño es un personaje muy cubierto Las capas de ropa sugieren el frío, el invierno, características saturnianas que se le suelen atribuir y que remiten también a cierta frialdad de la sabiduría, a la soledad interna del iniciado. También se se puede ver en ello las «capas» de lo vivido, así como las numerosas rayas que sombrean sus ropas pueden interpretarse como la marca de su gran experiencia. Su espalda encorvada contiene, concentrada, toda la memoria de su pasado. Dos lunas naranja, una en su nuca y otra en el reverso de su manto, indican que es un ser que ha desarrollado en si mismo cualidades receptivas. Se puede ver en el pliegue de la mano que sostiene la linterna unas caderas y un pubis de mujer en miniatura: señal de su feminidad o, si se quiere, de que quedan en él algunos deseos carnales.
En su frente, en cambio, tres arrugas renuevan el mensaje de actividad mental. Su mirada se pierde en la lejanía. Su cabello y su barba azules lo asemejan al Emperador, que aquí habría perdido o abandonado su trono, es decir su apego a la materia. Su guante azul, parecido al del Papa, confiere a sus decisiones, sus acciones y su andar una profunda espiritualidad. Su bastón rojo y su capucha, en la que encuentran invertidos el rojo y el amarillo de la capucha del Loco, también lo asimilan al Arcano sin número. Pero aquí el bastón está recorrido por una onda, ha cobrado vida, el camino ha sido andado, y la labor llevada a cabo, como lo demuestra la tierra labrada…